Durante el período del Imperio Romano, los judíos a menudo utilizaban dos nombres: uno hebreo o arameo y otro en griego o latín. Esta práctica era una adaptación a la realidad multicultural y política de la época, donde el uso de un nombre que resonara en ambas esferas facilitaba la interacción tanto en el ámbito judío como en el mundo grecorromano. El nombre hebreo era utilizado en los contextos religiosos y familiares, un símbolo de la identidad y la tradición ancestral. Este nombre, que a menudo estaba vinculado a la fe y a las Escrituras, mantenía el vínculo del individuo con su comunidad y con la historia del pueblo de Israel. Por ejemplo, el nombre Simón, derivado de «Shimón» en hebreo, significa «el que oye», y es un claro reflejo del carácter significativo que estos nombres solían tener.
Por otro lado, el nombre griego o romano servía como un puente hacia el mundo exterior, especialmente en las interacciones con gentiles o en contextos comerciales y oficiales. Los nombres griegos y romanos permitían a los judíos moverse con mayor facilidad en el entorno helenístico y romano, donde esos nombres eran más reconocibles y aceptables. Un ejemplo notable es el del apóstol Saulo, cuyo nombre hebreo es Shaúl. Sin embargo, en sus actividades misioneras y en sus interacciones con los gentiles, él adopta el nombre de Pablo (Paulus en latín), un nombre que resonaba más en la sociedad romana.
En algunos casos, el nombre griego o romano no era una simple adaptación del hebreo, sino un nombre completamente diferente que facilitaba la interacción en un contexto social más amplio. Esto reflejaba una dualidad en la vida de muchos judíos de la diáspora que, aunque mantenían una fuerte conexión con su fe y su cultura, también necesitaban integrarse en el mundo grecorromano para sobrevivir y prosperar. Esta adaptación cultural no era inusual en las sociedades donde los grupos minoritarios convivían con una cultura dominante. Los judíos, al igual que otros pueblos en el Imperio, adoptaban nombres que les permitían una mayor movilidad y aceptación en la vida pública sin renunciar a su herencia.
El uso de dos nombres también podía ser una estrategia para evitar persecuciones o dificultades. En tiempos de conflicto religioso o tensión política, tener un nombre griego o romano podía ayudar a los judíos a navegar de manera más segura en ciertos ambientes. Aunque esto no implicaba una renuncia a su identidad judía, sí demostraba una flexibilidad cultural que les permitía mantener su seguridad y, al mismo tiempo, sus prácticas religiosas. Así, los nombres no solo eran una cuestión de identificación, sino también una herramienta pragmática para vivir en un imperio que, aunque multicultural, a veces mostraba hostilidad hacia las minorías religiosas.
El Nuevo Testamento ofrece varios ejemplos de esta dualidad en los nombres. Simón Pedro es quizás uno de los más conocidos. Simón, su nombre hebreo, es la base de su identidad en el contexto judío, pero Jesús le da el nombre griego de Pedro, que significa «roca», enfatizando su papel en la fundación de la iglesia. Otro ejemplo es Juan Marcos, que lleva tanto un nombre hebreo, Juan (Yohanan), como un nombre latino, Marcos (Marcus), reflejando su capacidad para moverse entre ambos mundos. Estos nombres no eran solo etiquetas, sino representaciones de una identidad compleja y multifacética, donde la vida religiosa, social y política se entrelazaba constantemente.
Esta práctica de usar dos nombres es una característica común en muchas culturas cuando se da una confluencia de diferentes lenguas y tradiciones. Para los judíos bajo el dominio romano, el uso de un nombre hebreo o arameo para su vida interna y uno griego o latino para su vida pública era una forma efectiva de mantener una identidad fluida que les permitía adaptarse a las demandas del mundo en el que vivían sin perder su conexión con su fe y su comunidad. Esto muestra cómo la identidad judía en el mundo grecorromano no era estática, sino que podía negociarse y adaptarse según las circunstancias, permitiendo a los judíos moverse entre dos mundos, a menudo muy diferentes, sin abandonar ninguno.