“Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” Mateo 5:20
Este pasaje plantea una demanda espiritual profunda que, a primera vista, podría parecer inalcanzable. La justicia a la que se refiere Jesús no es simplemente un esfuerzo mayor o una acumulación de buenas obras, sino un contraste absoluto en su esencia. La superioridad de esta justicia es en calidad, no en cantidad; su naturaleza es interna, vital y espiritual, en oposición a la justicia meramente externa y formal que caracterizaba a los escribas y fariseos.
Los fariseos representaban un sistema religioso basado en la observancia estricta de la Ley y las tradiciones. Sin embargo, su enfoque frecuentemente caía en el legalismo, centrándose en apariencias externas y descuidando la esencia del amor y la justicia divina. Por ejemplo, en Mateo 23:23, Jesús los reprende por diezmar incluso las hierbas más pequeñas mientras pasan por alto los asuntos más importantes de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe. La justicia que Dios demanda no se limita a la conformidad externa con reglas, sino que fluye de un corazón transformado por Su gracia.
Esta enseñanza de Jesús apunta a la necesidad de una justicia que provenga de una relación viva con Dios. No se trata de alcanzar un grado mayor de perfección humana, sino de recibir la justicia de Cristo por medio de la fe. Como se enseña en Romanos 3:22, esta justicia es “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen”. De esta manera, el contraste no es solo entre la cantidad de obras, sino entre dos principios completamente distintos: el esfuerzo humano versus la obra transformadora de Dios.
Es importante también notar que Jesús no estaba condenando a todas las personas que eran fariseos, sino al sistema religioso que promovían. Algunos fariseos, como Nicodemo y Pablo, llegaron a experimentar esta justicia superior a través de la fe en Cristo. La crítica de Jesús estaba dirigida contra la hipocresía y la superficialidad que a menudo marcaban la práctica farisaica, no contra individuos específicos que buscaban sinceramente a Dios.
Esta justicia superior se manifiesta en una vida transformada que refleja el carácter de Dios. Como lo declara Jesús en el mismo Sermón del Monte, los bienaventurados son aquellos que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados (Mateo 5:6). Esta justicia no es un requisito previo para la salvación, sino el fruto de ella. Es la evidencia de que el Espíritu Santo está obrando en el creyente, moldeándolo a la imagen de Cristo.
La afirmación de Mateo 5:20 también sirve como un recordatorio de que el reino de Dios no puede ser alcanzado por medios humanos. La entrada al reino depende de tener el carácter que Dios requiere, un carácter que sólo es posible mediante la regeneración y la obra santificadora del Espíritu. Como enseñó Jesús a Nicodemo, “el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3).
En conclusión, la justicia que supera a la de los escribas y fariseos no es una cuestión de esforzarse más o de acumular más buenas obras, sino de una transformación radical del corazón. Es una justicia que no solo cumple con la letra de la Ley, sino que encarna su espíritu, reflejando el amor, la misericordia y la fidelidad de Dios. Esta justicia es posible solo a través de Cristo, quien nos capacita para vivir conforme a Su voluntad y para entrar en el reino de los cielos.