“No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea.” Lucas 24:6
No está aquí, ha resucitado… Esta breve declaración, registrada por el evangelista Lucas, marca el punto de quiebre más decisivo en la historia de la humanidad. Es el anuncio celestial que inaugura una nueva era, la proclamación que convierte la tumba vacía en un símbolo de victoria y esperanza eterna. No se trata de una figura literaria ni de un consuelo emocional; es el fundamento histórico y teológico sobre el cual descansa la fe cristiana. Jesús, muerto en una cruz y sepultado, fue verdaderamente levantado por el poder de Dios, inaugurando así la resurrección como realidad escatológica y como promesa presente.
Desde una perspectiva teológica, la resurrección de Jesús no fue simplemente un retorno a la vida física como otros milagros registrados en la Biblia, sino una transformación gloriosa y definitiva. A diferencia de Lázaro, quien volvió a su vida mortal para morir nuevamente, Jesús resucitó para nunca más morir. Su cuerpo resucitado fue real, tangible, pero también glorificado: no sujeto a las leyes de la corrupción, la enfermedad o el tiempo. Esto señala que la resurrección no es solo una doctrina del futuro, sino una realidad que afecta nuestro presente: en Cristo, también nosotros fuimos levantados a una nueva vida.
Pero ¿cómo entendieron las mujeres y los primeros discípulos esta proclamación? En el mundo judío del primer siglo, la resurrección no era un concepto extraño. Muchos judíos, especialmente los fariseos, creían en una resurrección general al final de los tiempos. Sin embargo, lo que resultó completamente inesperado fue que alguien resucitara en medio de la historia. Por eso los discípulos estaban confundidos y temerosos. Para ellos, ver a Jesús vivo después de haberlo visto morir no encajaba de inmediato en sus categorías mentales. Les tomó tiempo comprender que esto no era una aparición espiritual, ni una visión, ni una ilusión. Jesús les mostró sus heridas, comió con ellos, caminó con ellos. Fue entonces que comprendieron: no era un retorno a la vida anterior, sino el comienzo de una nueva creación.
El concepto de “resurrección” también debe entenderse a la luz del pensamiento grecorromano. En la cultura griega, el cuerpo era considerado inferior al alma, y muchos veían la muerte como liberación del cuerpo. La idea de una resurrección corporal era absurda e incluso repulsiva para los griegos. Por eso, cuando Pablo predica en Atenas y menciona la resurrección de los muertos, muchos se burlan de él (Hechos 17:32). El mensaje cristiano contradecía tanto la incredulidad del mundo pagano como las expectativas limitadas del mundo judío: proclamaba que el mismo Jesús, muerto y sepultado, había sido levantado con un cuerpo glorioso, y que ese mismo cuerpo sería el modelo de la resurrección futura para todos los creyentes.
Finalmente, “ha resucitado” no es una frase que simplemente describe un hecho pasado, sino una declaración que transforma toda la realidad. Significa que Jesús venció el pecado, la muerte y el infierno. Significa que la cruz no fue derrota, sino el camino a la victoria. Significa que la tumba no tiene la última palabra. Y para los que creen, significa que una nueva vida ha comenzado. Por eso, los primeros cristianos no solo proclamaban la cruz, sino también la resurrección. Sin ella, la cruz no tiene sentido; con ella, la cruz es gloriosa.