La ética, entendida como la reflexión sobre lo correcto y lo incorrecto, ha ocupado un lugar central en la filosofía desde la antigüedad. Filósofos de distintas corrientes han buscado responder qué significa vivir bien y cómo debe organizarse la vida en sociedad. Sin embargo, las respuestas humanas suelen chocar con la dificultad de establecer un fundamento común, lo que lleva a visiones relativistas donde la moral depende de la cultura, el momento histórico o las preferencias personales. Frente a esta incertidumbre, el cristianismo afirma que la moralidad no es producto de la opinión humana, sino que descansa en el carácter inmutable de Dios, quien es la fuente última de lo bueno. Deuteronomio 6:18 lo expresa con claridad: «Harás lo recto y lo bueno ante los ojos de Jehová».
Esta afirmación transforma la ética en algo más que un sistema de normas. Si el bien se define por lo que Dios es y por lo que Él ha revelado, entonces la moralidad no cambia con las modas ni con los consensos sociales. El cristiano entiende que vivir éticamente es alinearse con la voluntad de Dios, expresada en su Palabra. Por ello, la ética bíblica no solo es objetiva, sino también profundamente relacional: nos llama a caminar en obediencia a Dios y en amor hacia nuestro prójimo.
El mismo Jesús resumió la esencia de la ley en dos mandamientos que dan dirección a toda conducta: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente» y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22:37-39). Esta perspectiva muestra que la ética cristiana no es meramente una lista de reglas y prohibiciones, sino la expresión de una vida transformada por el amor de Dios. El amor a Dios orienta nuestras motivaciones, y el amor al prójimo regula nuestras acciones, ofreciendo así un fundamento integral y coherente para la vida moral.
Por tanto, la filosofía cristiana de la ética no se limita a debates abstractos, sino que busca encarnar el carácter de Dios en la vida diaria. Esto implica actuar con justicia, compasión y verdad en cada ámbito de la existencia: la familia, el trabajo, la política y la sociedad. Una ética fundamentada en Dios nos libra del egoísmo y nos impulsa a vivir para su gloria, mostrando al mundo que la verdadera moralidad no depende de preferencias humanas, sino del amor y la justicia de un Dios santo y fiel.







