Jesús, igual a Dios

«Por esto los judíos aún más procuraban matarle, porque no sólo quebrantaba el día de reposo, sino que también decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios.»— Juan 5:18

Esta afirmación, que a primera vista puede parecer simplemente teológica, encierra un trasfondo cultural, religioso e histórico de enorme profundidad, especialmente en el contexto del judaísmo del siglo I.

En el pensamiento judío de la época, Dios era absolutamente único, trascendente y separado de toda criatura. La confesión del *Shemá* —“Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (Deuteronomio 6:4)— era el centro del monoteísmo hebreo y marcaba una diferencia tajante con los sistemas religiosos paganos, en los cuales los hombres podían divinizarse o los dioses se mezclaban con los humanos. Para los judíos, Dios no podía ser representado, compartido, ni comparado. Su santidad y su unicidad eran absolutas. Por tanto, cualquier declaración que implicara igualdad con Dios no solo era vista como una herejía, sino como una blasfemia digna de muerte según la ley mosaica (cf. Levítico 24:16).

Cuando Jesús dice que Dios es su Padre de una manera única —no como un hijo de Dios en sentido general, sino como “el Hijo”—, está proclamando una relación de esencia, no solo de afecto. Está afirmando que posee la misma naturaleza divina, lo cual era inaceptable para los líderes religiosos judíos. Ellos comprendieron perfectamente la implicación: Jesús no estaba simplemente llamando a Dios su Padre como lo haría un creyente devoto, sino que estaba afirmando una igualdad con Dios. La reacción inmediata de querer matarlo revela la gravedad con que ellos interpretaron sus palabras.

Además, el contexto histórico y religioso del Segundo Templo estaba marcado por un fuerte celo por la pureza doctrinal. Tras siglos de exilio, humillación y dominio extranjero, los judíos habían desarrollado un nacionalismo religioso centrado en la observancia rigurosa de la Ley. Los fariseos y maestros de la ley se veían como guardianes de la ortodoxia. Cualquier desviación era vista no solo como error doctrinal, sino como una amenaza existencial para la identidad y supervivencia del pueblo de Dios. En ese contexto, las palabras y acciones de Jesús —sanar en sábado, perdonar pecados, llamarse Hijo de Dios— no podían ser vistas como otra cosa que una provocación blasfema, desde su punto de vista.

Más aún, Jesús no solo afirmaba ser igual a Dios, sino que lo demostraba con autoridad. Perdonaba pecados, hablaba con poder propio (“pero yo os digo”), y obraba milagros que en la tradición hebrea eran señales del poder exclusivo de Dios. Esto solo aumentaba la tensión, porque no podían negar su autoridad sin contradecir la evidencia, pero tampoco podían aceptarla sin renunciar a su estructura religiosa.

En última instancia, esta afirmación de Jesús —ser igual a Dios— es uno de los puntos de inflexión más radicales del Nuevo Testamento. No fue un malentendido de los judíos, sino una comprensión precisa de lo que Él decía de sí mismo. La reacción violenta de querer matarlo confirma que Jesús no fue simplemente un maestro ético o un profeta más, sino alguien que reclamaba una identidad divina exclusiva. Es precisamente esta autodeclaración la que llevó finalmente a su crucifixión, pues ante el Sanedrín fue condenado por blasfemia cuando confesó ser el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre que vendría en gloria (Marcos 14:61-64).

Desde una perspectiva cristiana, esta afirmación no fue una blasfemia, sino la revelación culminante de Dios en la persona del Hijo. El escándalo que produjo en el primer siglo continúa siendo un punto central en la fe cristiana: Jesús no solo habló de Dios, sino que **vino como Dios hecho carne**. Y esa afirmación, para el judaísmo de entonces, era simplemente intolerable.

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