La filosofía, desde sus inicios, se ha preguntado por la naturaleza del mundo y el sentido de la existencia. Sin embargo, la Biblia ofrece una respuesta clara y profunda al presentarnos en Génesis a un Dios que crea con poder, orden y propósito. La creación no surge del azar ni de la necesidad, sino de la voluntad soberana del Creador. Como afirma el salmista: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal 19:1). El simple acto de contemplar el cielo estrellado, un amanecer o la inmensidad del mar nos invita a reconocer la grandeza y sabiduría del Dios que sostiene todo lo creado.
Este reconocimiento transforma la manera en que miramos el mundo. La creación deja de ser vista únicamente como un objeto de análisis científico o filosófico, para convertirse en un testimonio vivo de la gloria divina. Cada ley natural, cada detalle de la biología o de la física, refleja un orden que no se explica por sí mismo, sino que apunta hacia su Autor. Así, la observación del mundo natural no solo despierta asombro, sino también adoración, porque en lo visible se manifiesta lo invisible de Dios, su eterno poder y deidad (Ro 1:20).
En este sentido, la filosofía cristiana reconoce que la creación es un medio de revelación general. No reemplaza a la Escritura, pero sí la complementa como una ventana hacia el carácter de Dios. En la naturaleza podemos percibir su belleza, su precisión y su provisión constante. Esta perspectiva nos libra del error de reducir el mundo a un mero mecanismo impersonal, recordándonos que todo lo creado tiene un propósito y un sentido que se halla en el Creador mismo.
Finalmente, reflexionar sobre la sabiduría de Dios en la creación también nos ayuda a ubicar nuestro lugar en ella. No somos dueños absolutos de la naturaleza, sino administradores responsables de lo que Dios ha puesto en nuestras manos. Reconocer la creación como un don divino nos impulsa a cuidarla, valorarla y disfrutarla con gratitud. Al hacerlo, nuestra relación con el mundo se convierte en una oportunidad de glorificar a Dios, viviendo con la certeza de que la obra de sus manos refleja su amor, su sabiduría y su eterno propósito para la humanidad.





